El doctor José Ignacio Quemada explicó a estudiantes de la XXIII edición del ‘Máster y Diplomatura de Postgrado en Psicogeriatría’ que los accidentes cerebrovasculares dan lugar a un abanico de trastornos psíquicos insuficientemente reconocidos y con gran impacto, entre los que destacan los trastornos emocionales/afectivos, las alteraciones de conducta y el déficit cognitivo.
La psicopatología de los ictus volvió a ocupar un lugar dentro del programa del ‘Máster y Diplomatura de Postgrado en Psicogeriatría’ que organiza la Universitat Autònoma de Barcelona con el aval científico de Sociedad Española de Psiquiatría y el soporte de FIDMAG Hermanas Hospitalarias Research Foundation. El doctor José Ignacio Quemada, director de la Red Menni de Daño Cerebral, fue el encargado de impartir, un curso más, el apartado dedicado “a los retos que supone el manejo terapéutico de los trastornos psíquicos y de la conducta derivado del ictus”, tal y como lo presentó el psiquiatra Manel Sánchez Pérez, coordinador del posgrado y coordinador de la Unidad Psiquiatría Geriátrica del Hospital Sagrat Cor, de Martorell.
En opinión del doctor Quemada, “existe un limitado interés por estas alteraciones conductuales y emocionales, con la excepción de la depresión post-ictus, a la par que se observa la carencia de un consenso nosológico”. El ponente explicó que los pacientes que sobreviven a un ictus suelen sufrir secuelas físicas relacionadas con la movilidad, la visión o el habla, pero que, además:
- los ictus dan lugar a un abanico de trastornos psíquicos insuficientemente reconocidos y con gran impacto;
- entre ellos, destacan los trastornos emocionales/afectivos, las alteraciones de conducta y el déficit cognitivo,
- y que lo habitual es la presentación combinada de estos trastornos.
Atendiendo a los datos que arroja la tesis de la doctora Naiara Mimentza, neuropsicóloga de la Unidad de Daño Cerebral del Hospital Aita Menni, la prevalencia de síntomas a entre los tres meses y el año del ictus es considerable sobre todo si hablamos de depresión/disforia e irritabilidad/labilidad.
En cuanto a la depresión post-ictus, el diagnóstico diferencial contempla síntomas como el emocionalismo (las personas después de un accidente cerebrovascular pueden comenzar a llorar repentinamente o, con menos frecuencia, a reírse sin razón aparente), la fatiga post-ictus –muy difícil de objetivar y que genera mucha discapacidad (podría ser similar a la fatiga por covid persistente)–, reacción catastrófica (respuesta emocional desordenada, llanto, ansiedad, etc.), la apatía (síntoma muy frecuente tras un DCA -indiferencia emocional, reducción de la actividad y pobreza ideativa), síntomas físicos como la falta de apetito, de deseo sexual, etc. y déficits cognitivos (de concentración, memoria, etc.).
Saber lo que ocurre e importancia de la intervención psicoterapéutica
Nuestro psiquiatra subrayó que estos trastornos del ánimo, cognitivos y de personalidad afectan a la funcionalidad y la calidad de vida, así como al proceso de rehabilitación. Sin entrar en los problemas cognitivos, incidió en que el tratamiento de estas alteraciones incluye intervenciones de distinta índole: farmacología, rehabilitación neuropsicológica e intervención familiar. “Pero no me cansaré de decir que la intervención psicoterapéutica, empezando por la parte educativa, es primordial, porque resulta de mucha ayuda a la hora de afrontar la vida cotidiana de las familias que retoman la vida con estos pacientes
En opinión del doctor, hay muchos problemas que no son accesibles a tratamiento farmacológico. La rehabilitación neuropsicológica ofrece técnicas en las que resulta tan importante la restauración como la compensación y siempre ha de tener en cuenta la identidad y el proyecto personal de la persona afectada, además de contar con su participación activa y a ser posible con la de personas de su entorno más cercano para alcanzar la máxima autonomía en todos los ámbitos posibles. Por su parte, la utilidad de los psicofármacos presta gran ayuda ante la sospecha de depresión así como para tratar el insomnio y la irritabilidad.
José Ignacio Quemada expuso algunos casos clínicos para ilustrar con ejemplos las consecuencias psíquicas del DCA, no sin antes reflexionar sobre las causas y evolución de estos trastornos.
Conducta y estados mentales
Porque, ¿cuál es el motor de arranque de la conducta? Ante la falta de un modelo de mente alternativo, pretendemos entender la relación entre la conducta y los estados mentales desde la trilogía de la mente -dijo Quemada-, que se basa en las tres facultades de la mente descritas por Kant en su Crítica del juicio (1791): conocimiento, sentimiento y deseo. Para el filósofo prusiano estos tres estadios no se mezclaban.
Tras las aportaciones de la llamada Revolución cognitiva, movimiento intelectual surgido a mediados del siglo XX, la cognición ha visto un gran desarrollo conceptual que no se ha visto correspondido con una sofisticación similar de las emociones o la motivación. Flotan en el aire las preguntas relativas a las formas de relación de estas funciones psíquicas“¿Las emociones son secundarias a las cogniciones? ¿O son los estados afectivos los que llevan a una selección de la información?”, preguntó retóricamente el doctor que destacó asimismo que la jerarquía clásica que reza que las emociones son secundarias a las cogniciones se ve cuestionada en la actualidad.
El ictus es un accidente cerebrovascular que genera una combinación de síntomas físicos y de problemas mentales. Según el Atlas del ictus en España -publicado en 2019 por la Sociedad Española de Neurología (SEN)-, constituye la primera causa de discapacidad adquirida en las personas adultas, además de ser la primera causa de muerte en mujeres y la tercera en hombres en España (cada año mueren en torno a 27 mil personas a causa de un ictus), cifra que se prevé en aumento debido al progresivo envejecimiento de la población.
Hablamos de alrededor de 72.000 casos nuevos al año, de una incidencia de 187,8 casos por cada 100.000 habitantes entre mayores de 18 años, de una altísima prevalencia (en torno a 650.000 personas conviven con el ictus en España, de las cuales 2/3 tienen secuelas significativas y también dos de cada tres más de 65 años). Esta patología supone una gran carga, no solo desde el punto de vista sanitario, sino también personal y familiar, por su impacto en la vida de quienes la sufren y en la de sus cuidadores.